El Auto de Fe de Barcelona por Florentino Barrera
El Auto de Fe de Barcelona
El 9 de octubre de 1899 siete mil asistentes conmemoraban en el parque de la Ciudadela de Barcelona el auto de fe sucedido 38 años atrás, el 9 de octubre de 1861. Todos los años los espiritistas conmemoraban ese acto inquisitorial, precisamente ellos, los espiritistas, porque, aunque fueron víctimas, el Espiritismo alcanzó en España cotas inusitadas gracias a esa injusticia del clero.
9 de octubre de 1861
Eran las diez y treinta minutos. El Sol iluminaba el verde del follaje, descubriendo, aquí y allí, los primeros tonos amarillos del otoño.
Un sordo murmullo producido por el viento en las ramas de los árboles, venía a confundirse con el murmullo de las voces atónitas que presenciaban el inusitado espectáculo que comenzaba a producirse.
– ¡Abajo la Inquisición!
Gritaba la turba.
Un niño, que su padre llevaba de la mano, le preguntó:
– Papá, ¿qué está ocurriendo?
Una contundente replica fue la respuesta:
– Un rayo los parta, aves de rapiña.
Dos ciudadanos comentan:
– Parece mentira, justamente cuando las vías de hierro hacen oír el ruido del progreso, el avance de la civilización, esta gente nos quieren hacer retroceder a épocas superadas.
Suenan campanas a lo lejos y sus ecos llegan a la plaza estrepitosos como cristales que se parten.
Hace entonces entrada en la escena un sacerdote encapuchado llevando en una de las manos una cruz y, en la otra, una antorcha encendida. Lo sigue un escriba encargado del acta del Auto de Fe, un servidor de éste, un empleado superior de la administración de la Aduana, un agente de la misma representando al propietario de las obras condenadas. Finalmente tres funcionarios de la Aduana depositan los libros en el lugar, preparando la hoguera que con ellos se haría empleando estudiada solemnidad. El sacerdote realiza todo el aparato del ritual, lee el Auto, desciende la antorcha e inicia la quema de las obras literarias. Una inmensa multitud, que obstruía los paseos y llenaba la inmensa explanada donde se erguía el siniestro catafalco, se aproxima al lugar, ya que corrió la noticia de que se iba a revivir un anacrónico proceso. Expresiones de desagrado se erguían de la masa allí reunida. Poco a poco se oían voces más exaltadas, gestos y gritos. Referencias a la Inquisición comenzaron a envolver el asunto de las personas allí presentes. Después que el fuego consumió los volúmenes, la caravana incendiaria emprende su retirada, lúgubres y con un indeciso paso.
El rumbo de la multitud adquiere entonces uniformidad en cuanto todas las gargantas parecen emitir la misma protesta: ¡Abajo la inquisición! Los inicuos actores de la escena, para ser siempre recordada, eran despedidos así por aquella masa de ciudadanos en cuyos oídos ya habían llegado las expresiones del libre pensamiento. En los tiempos renovadores en que se vivía, se acostumbraba a aceptar tan ridícula intromisión en el libre discernimiento de los hombres.
Todos los diarios españoles, en sus ediciones del día siguiente, se ocuparon detenidamente del asunto. Los más liberales cargaron las tintas en su condenación al Santo Oficio. El periodismo en Barcelona tenía una brillante estirpe, pues uno de los representantes del “Diario de Barcelona” fuera fundador en 1792 y era tenido como el segundo diario del mundo en antigüedad.
Muchos fueron los curiosos que corrieron hasta las cenizas y recogieron puñados de papeles que guardasen algo que se pudiese leer, a salvo de las llamas. Allan Kardec recibió de un admirador un puñado de cenizas que él conservó en su escritorio en un recipiente de cristal. Los recuerdos del heroico pasado espirita se perdieron en Francia, cuando los nazis, después de la invasión a París, ocuparon la “Maison des Spirites”.
– ¡Traeré todos los libros que deseéis en mi próximo viaje a Marsella!
Desahogó en voz alta el capitán de la marina mercante, Ramón Lagier y Pomares.
Aquella acción provenida del Santo oficio, creó en la multitud exactamente la inquietud que deseaba evitar. Lejos de conseguir la indiferencia, consiguió aumentar la curiosidad pública.
Algo de lo que se tenía apenas informaciones imprecisas o informes en conversaciones de cafeterías, tertulias familiares o por informes de segunda o tercera mano, ganaba ahora un interés directo. Y fue así que en ese mismo año de 1861, pasó a predicar el nuevo espiritualismo en España un hombre que gozaba de una ilustre reputación en los círculos filosóficos y literarios, Enrique Pastor y Bedoya (Alverico Perón), que detenidamente estudió las obras de Kardec, escribe un compendio en forma de carta, titulándolo “Carta de un espiritista a don Francisco de Paulo Canalejas”. Publicada inicialmente como anónimo en el periódico madrileño La Razón, el 5 de junio de 1861. No obstante, su trabajo no tuvo la repercusión tan alta y sonora como la que alcanzó el obispo Palau, aunque con un propósito diferente.
Ocho años más tarde, en 1869, atendiendo a repetidas instancias del pueblo de Barcelona, se derrumbó la Ciudadela, sobre cuyos pilares más tarde se pueden admirar los jardines del Parque Municipal.
En una comunicación mediúmnica recibida en las reuniones celebradas por el grupo dirigido por Allan Kardec, en París, una entidad dio la información de que el lugar se transformaría en jardines, lugar de descanso y entretenimiento para el pueblo, hecho que realmente sucedió. En 1888 se realizó allí la famosa Exposición Universal, con la cual la ciudad condal dio un expresivo ejemplo de su dinamismo y de su potencial industrial. La exposición tuvo por entrada un Arco del Triunfo, escultura que ofreció al siglo XIX, en su final, un panorama asaz diverso al del lúgubre y deprimente escenario donde se desarrollaron el Auto de Fe de 1861.
En varios lugares de España, hombres cultos, libre-pensadores y estudiosos de todas las disciplinas, se reunían para examinar el fenómeno que llegara de Francia bajo el título de Espiritismo. Se habían constituido núcleos, de modo general familiares, deseosos de penetrar los misterios del Más Allá, aplicando los consejos contenidos en las obras del profesor Rivail, el eminente pedagogo y distinguido discípulo del inmortal Heinrich Pestalozzi y que supiera dar a su obra una tónica didáctica que ofreciera una perfecta comprensión de sus principios filosóficos y experimentales.
Aunque el Auto de Fe no haya marcado precisamente la penetración del Espiritismo en España, se puede decir que fue la acción propagandística más eficaz que los adeptos de este pensamiento pudieran tener y justamente efectuada por quien pretendía detener su difusión. El obispo Palau y Termes moría poco después y cuando su espíritu pudo comunicarse en una sesión, conforme nos da cuenta el propio Allan Kardec en la “Revue Spirite” de agosto de 1862. El pedía:
– Rogad por mí, pues la oración agrada a Dios, sobre todo cuando el perseguido la dirige a favor del perseguidor.
Y firmaba humildemente y de manera tan diferente de sus manifestaciones en la Tierra: El que fue obispo y ahora no es más que un penitente.
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