Fatalidad

    [del latín fatalitas, compuesto de fatum: destino]. Destino inevitable. Doctrina que supone que todos los acontecimientos de la vida y, por extensión, todos nuestros actos, están decretados de antemano y sometidos a una ley a la cual no podemos sustraernos. Hay dos clases de fatalidad: una que proviene de causas exteriores que nos alcanzan y actúan sobre nosotros, a la que se puede llamar de reactiva, externa o fatalidad eventual; la otra, que tiene su fuente en nosotros mismos y determina todas nuestras acciones: es la fatalidad personal. En el sentido absoluto de la palabra, la fatalidad transforma al hombre en una máquina, sin iniciativa ni libre albedrío y, por consecuencia, sin responsabilidad: es la negación de toda moral. Según la Doctrina Espírita, al elegir el Espíritu su nueva existencia y el género de pruebas que ha de pasar, ejerce con esto un acto de libertad. Los acontecimientos de la vida son la consecuencia de esa elección y se relacionan con la posición social de la existencia; si el Espíritu debe renacer en una condición humilde, el medio en que ha de encontrarse presentará acontecimientos totalmente distintos de los que si debiera ser rico y poderoso; pero, sea cual fuere esta condición, él conserva su libre albedrío en todos los actos de su voluntad, y de ninguna manera es fatalmente arrastrado a hacer tal o cual cosa, ni a sufrir este o aquel accidente. Por el género de lucha que ha elegido, tiene la posibilidad de ser llevado a realizar ciertos actos o de encontrar ciertos obstáculos; pero esto no quiere decir que hayan de cumplirse infaliblemente, ni que además no pueda evitarlos con su prudencia y voluntad: para eso es que Dios le ha dado el discernimiento. Es lo mismo que sucedería a un hombre que, al llegar a su objetivo, tuviera tres caminos para elegir: por la montaña, por la llanura o por el mar. Si escoge el primero, tiene la posibilidad de encontrarse con piedras y precipicios; si opta por el segundo, pantanos; si elige el tercero, es probable que soporte tempestades. Pero esto no quiere decir que será aplastado por una roca, ni que se hundirá en un pantano o que naufragará en un lugar en vez de otro. La propia elección del camino no es fatal, en el sentido absoluto de la palabra; por instinto, el hombre ha de seguir aquel en que deberá encontrar la prueba elegida: si debe luchar contra las olas, su instinto no lo llevará a tomar el camino de la montaña. Según el género de pruebas escogidas por el Espíritu, el hombre está expuesto a ciertas vicisitudes; como consecuencia de esas mismas vicisitudes se halla sometido a arrastramientos, de los cuales depende de él sustraerse. El que comete un crimen de ninguna manera ha sido fatalmente llevado a perpetrarlo: eligió una vida de luchas que a eso podía incitarlo; si cede a la tentación es por causa de la debilidad de su voluntad. De este modo, el libre albedrío existe para el Espíritu en estado errante, en la elección que hace de las pruebas a que se somete y, en su estado de encarnación, en los actos de la vida corpórea. Solamente es fatal el instante de la muerte, porque hasta el género de muerte es una consecuencia de la naturaleza de las pruebas elegidas. Tal es el resumen de la Doctrina de los Espíritus acerca de la fatalidad.

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