Un Libro que Salva Vidas

Hoy 18 de abril de 2o18 se celebran 161 años de la publicación de El Libro de los Espíritus, un libro que sin ningún género de duda ha salvado desde entonces muchas almas, pero es también un libro que salva vidas.

El Libro de los Espíritus por Allan Kardec
El Libro de los Espíritus por Allan Kardec

Veamos dos maravillosos ejemplos de un libro que salva vidas:

Hace un siglo

Allan Kardec, el Codificador de la Doctrina Espírita, en aquella gris mañana de abril de 1860, estaba exhausto, agobiado.

Hacía frío.

Pese a la consolidación de la Sociedad Espírita de París y a la promisoria venta de libros, escaseaba el dinero para la obra gigantesca que los Espíritus Superiores habían confiado a sus manos.

La presión aumentaba…

Misivas sarcásticas se acumulaban sobre su escritorio.

Cuando más desalentado se hallaba, llega su paciente esposa, Madame Rivail, la dulce Gaby, para entregarle una encomienda cuidadosamente embalada.

Al abrir el envoltorio el profesor encontró una carta sencilla. Y leyó:

«Sr. Allan Kardec:

Un respetuoso abrazo.

Junto con mi gratitud le remito el libro adjunto al igual que su historia, a fin de rogarle ante todo que prosiga con su labor de esclarecimiento a la humanidad, pues tengo importantes razones para hacerlo.

Soy encuadernador desde mi niñez; me desempeño en un importante establecimiento de esta capital.

Hace aproximadamente dos años contraje matrimonio con una mujer que ha revelado ser mi compañera ideal. Nuestra vida se deslizaba normalmente y todo era alegría y esperanza hasta que, a principios de este año, en forma inesperada, mi Antoinette abandonó esta vida, llevada por una furtiva enfermedad.

Imposible describir mi desesperación; me consideré condenado al máximo desamparo.

No confiaba en Dios; experimentaba las necesidades de un hombre de este mundo, al mismo tiempo que vivía con las aflictivas dudas de nuestro siglo, de modo que resolví tomar el camino de tantos otros ante la fatalidad

La prueba de la separación me destrozó; me convertí en una sombra.

Faltaba al trabajo y mi jefe, recto y severo, me amenazaba con el despido.

Mis fuerzas me abandonaban.

Más de una vez había merodeado por el Sena y finalmente me puse a planificar mi suicidio. «Sería fácil, no sé nadar» — pensaba.

Se sucedían noches de insomnio y días de angustia. Una madrugada fría, cuando las preocupaciones y el desánimo me dominaron con mayor intensidad, me dirigí al Puente Marie. Miré a mi alrededor sin perder de vista la corriente…

Afirmé la mano derecha decidido a lanzarme cuando palpé un objeto empapado que estaba sobre el parapeto, que cayó a mis pies.

Con sorpresa noté que se trataba de un libro humedecido por el rocío.

Lo tomé entre mis manos y a la luz tenue de un farol cercano pude leer en su portada, entre exasperado y curioso: «Esta obra me salvó la vida. Léala con atención y que le sea de utilidad. A. Laurent.»

Estupefacto, leí la obra El Libro de los Espíritus a la cual agregué un breve mensaje; volumen que confío ahora a sus manos abnegadas, con la autorización para que usted, distinguido amigo, haga de él lo que considere oportuno.»

Además del mensaje estaba el agradecimiento final, la firma, la fecha y la dirección del remitente.

El Codificador desenvolvió entonces un ejemplar de El Libro de los Espíritus lujosamente encuadernado, en cuya tapa vio las iniciales de su seudónimo y en la portada, levemente manchada, leyó embargado por la emoción no solamente la nota a la cual se refería el remitente sino también otra, en letra firme:

«A mí también me ha salvado. Dios bendiga a las almas que contribuyeron a su publicación. — Joseph Perrier.»

Luego de la lectura de la providencial carta, el Profeso Rivail sintió que una nueva luz lo inundaba por dentro…

Acercó el libro a su pecho en medio de reflexiones, no ya en términos de desánimo o sufrimiento, sino según la guía de una radiante esperanza. Era preciso continuar, disculpar las injurias, abrazar el sacrificio, ignorar las ofensas…

Frente a su espíritu giraba, en un torbellino, el mundo necesitado de renovación y consuelo.

Allan Kardec se levantó de su viejo sillón, abrió la ventana que estaba delante de él y se puso a contemplar la vía pública, por donde circulaban obreros y mujeres del pueblo, niños y ancianos…

El destacado trabajador de la Gran Revelación respiró profundamente y antes de tomar la pluma para la tarea habitual, llevó un pañuelo hasta sus ojos y se secó una lágrima…

Hilario Silva

El Capitán Lagier, primer español en leer El Libro de los Espíritus

Famoso marino, héroe de leyenda, revolucionario promotor del sexenio democrático, junta a Prim y Serrano, nunca pensó en el suicidio, pero los embates de la vida tan duros, desgarradores le tenían en una desesperación difícl de imaginar. Su familia diezmada por causa de una epidemia, sus hijas mancilladas, su hijo asesinado, su honor ultrajado por el gran poder del jesuitismo dominante.

Abandonar Marsella… Y su honra, ¿dónde quedaba?

Las frías cenizas de aquel ser querido, el precioso Vicente, muerto alevosamente, clamaban venganza. Las imágenes purísimas de sus hermosas hijas, Teresa y Esperanza y la del pequeño Ramón, le recordaban constantemente que tenía una misión que cumplir en este mundo: vindicar su honor mancillado. No mató a Olivieri, porque Ramón no era asesino. Ya vimos lo que dijo al juez cuando le entregó el arma homicida: «Ahora que ya está en manos de la justicia, no le tengo odio, sino lástima». ¡Cuán profunda convicción tenía de que aquel criminal sería castigado! ¡Confiaba en la justicia de su causa; no había dudado nunca de la Providencia y en ella confiaba y de ella esperaba su salvación!

Desamparado de los hombres, solo, triste y cabizbajo, recorría uno y otro día las calles de la populosa Marsella en demanda de un socorro que no venia, de un amigo fiel que le aconsejara, de una idea que despejara aquella caótica situación.

Al pasar un día por la calle de San Ferreol, observó que una señora colgaba en la puerta de una librería un gran cartel, en el cual leyó estas palabras: «Se acaba de recibir El Libro de los Espíritus».

Entró en el establecimiento y compró uno de aquellos libros. Tan interesante lectura hubo de hacerle pasar algunas horas, que transcurrieron para don Ramón Lagier sin sentir, hasta punto tal, de quedarse solo en el café donde se entrara a leer aquel libro tan original. Por la noche, en la fonda, prosiguió la lectura «devorando aquellas benditas páginas».

Estaba salvado.

Lagier, hombre de gran imaginación, de corazón puro, de gran fe en el porvenir, como lo había demostrado en sus elucubraciones filosóficas, en su recto comportamiento y en la constancia y tesón con que aplicaba a cualquier empresa, vio el cielo abierto al aspirar el aliento perfumado de aquella nueva savia que le entraba en su calenturiento cerebro. Admitió sin discusión una teoría que, basada en la sucesiva evolución de los seres animados, para lo que tan brillante argumentación presenta, deslumbrando su ardiente imaginación, le hizo ver la posibilidad de la comunicación con sus queridos parientes, transportados de este mundo a otras regiones, de donde fácilmente podría saber noticias suyas.

Cuando le dijo al primer amigo con quien topó: Acabo de leer un libro que me tiene hondamente preocupado y no me acuerdo de los jesuitas, ni de nada de lo que acaba de pasarme; -¿qué libro es? le preguntó el amigo;-El Libro de los Espíritus, -contestó el capitán;-no le conozco, replicó aquél; pero no crea usted en brujerías;        – estoy seguro que a separarse ambos, de tener aquel sujeto noticia de la especie que corría referente a la locura del capitán, indudablemente lo hubiera atestiguado entonces. Lagier confiesa que su amigo le miró con ojos de compasión al separarse.

Don Ramón Lagier no estaba en condiciones de discutir la verdad de aquella doctrina; le bastaba conocer la bondad del remedio para sentirse dominado, poseído, curado de sus amargas dolencias. Entregado por completo al nuevo Redentor, pronto la doctrina espiritista contó con un nuevo adepto, y adepto seguro, valeroso y constante. Hombre de mundo, pero de pocas letras; instruido, pero sin haber saludado nunca una Universidad, ni pisado una biblioteca, su alma estaba nutrida con todas las intelectuales emanaciones que se adquieren en la libertad del pensamiento, de la acción y de la palabra, y no tuvo nada que objetar, ni argumentación seria que oponer a la teoría de la reencarnación, y creyó a pies juntillas en aquello que tan amplios y nuevos horizontes le mostraba, ¡a él, que conocía el infinito inconmensurable, sondado con su potente anteojo! ¡á él, que leyera en el estrellado firmamento la suprema y eterna Ley que rige los mundos! ¡a él, que sintiera sobre su cabeza el peso de la Omnipotencia divina, cuando la tormenta estallaba sobre el anchuroso Océano!

Lagier creyó en el Espiritismo por necesidad, por egoísmo, porque el Espiritismo fue su tabla de salvación y a él se agarró, como el náufrago que se ahoga y se aferra al primer objeto flotante que le viene a la mano.

Lagier creyó en el Espiritismo, porque su gran corazón, asequible al perdón, estaba ansioso de mostrarse generoso, hasta con sus enemigos. Lo hecho ya no seria remedio, y él quería salvar los restos de su familia de aquel naufragio tan horrible, donde perdiera su honra, su fortuna y su fe en la humana sociedad.

El libro de Allan Kardec, llegando a sus manos en unas horas de mortal agonía, fue para don Ramón Lagier un bálsamo consolador que le hizo tornar a la vida, desearla y volver a surcar aquellos mares donde tan felices horas había pasado leyendo en el gran libro de la Naturaleza el poder soberano del Gran Arquitecto, a quien tan agradecido le debía estar, y… ¡quién sabe si en la soledad de los mares, cuando rendido el cuerpo por la incesante faena de un día de tormenta, echado sobre cubierta y dulcemente acariciado por las suaves emanaciones de la brisas marinas, lejos del mundanal bullicio, percibiría la voz cariñosa de los seres queridos de su corazón!…

Salvador Martín para CursoEspirita.com

 

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